Mayor_Oreja
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El pasado viernes, el todavía portavoz del PP en el Parlamento Europeo hasta las elecciones del 25 de mayo, Jaime Mayor Oreja, recibía en Valencia de manos de Ayuda a la Iglesia Necesitada (AIN) el Premio a la Defensa de la Libertad Religiosa 2014. En su discurso de agradecimiento, el político donostiarra trajo a colación numerosos ejemplos para ilustrar la situación de hostilidad que vive el cristianismo en Europa. “Cristianofobia en Occidente” fue precisamente el título elegido por Ayuda a la Iglesia Necesitada para la celebración de esta cuarta edición de la Jornada de Libertad Religiosa.

En la primera parte de su intervención, Mayor Oreja puso como ejemplo el recibimiento que tuvo en el Parlamento Europeo la iniciativa ‘One of Us’ (‘Uno de nosotros’), impulsada por él mismo, en la que se pide que la UE no financie proyectos que destruyan embriones humanos ni que tampoco se financien proyectos en el ámbito exterior de la cooperación al desarrollo en el que se fomenten prácticas abortivas. Sólo esta iniciativa y otra sobre el agua lograron el millón de firmas y se pudieron debatir, con muy diferentes resultados: mientras la del agua (17 de febrero de 2014) se escuchó “con respeto escrupuloso a los promotores de la iniciativa y sin debate, como parece lógico en este primer trámite”, con ‘One of Us’ (10 de abril de 2014) no pasó lo mismo. Algunos europarlamentarios trataron de descalificar la iniciativa, movilizándose contra ella y provocando un acalorado debate.

“Un ejemplo vale más que mil palabras”, aseveró Mayor Oreja, quien también sacó a la palestra lo sucedido el 2 de julio de 2013, cuando tuvo lugar un pleno del Parlamento Europeo con el objetivo de censurar y descalificar al primer ministro húngaro, Víktor Orban, en una iniciativa de rechazo a los nuevos valores que presidían la reforma de la nueva Constitución de Hungría al referirse a las raíces cristianas del país magiar y en el ataque a las posiciones que defendía Orban respecto de la familia y el matrimonio. Mayor Oreja, rotundo, aseguró que lo que dicho pleno pretendía era “que nadie imitase el modelo húngaro” en la UE.

Pero sin duda el ejemplo más llamativo de todos los que sacó a colación Jaime Mayor Oreja fue uno que nos toca muy de cerca a los cristianos españoles, y que, en palabras del propio eurodiputado, “simboliza el significado de un proceso y de una actitud” de hostilidad anticristiana, de asedio cultural del cristianismo en Europa.

Estamos en España, concretamente en la Iglesia de los Jerónimos de Madrid. 27 de noviembre de 1975: el cardenal Tarancón, presidente de la Conferencia Episcopal Española, “en la homilía de misa tras la proclamación del Rey Don Juan Carlos como rey de España, pronuncia un discurso esencialmente político que fue interpretado como la apertura de la Iglesia española a la democracia. En todos los ambientes y medios políticos democráticos recibió un sonoro y casi unánime aplauso”. Casi 40 años después, el 31 de marzo de 1975 y también en Madrid, el cardenal Rouco Varela, presidente de la Conferencia Episcopal Española, “pronuncia un discurso esencialmente religioso y solamente en un momento dado se introduce en la política haciendo un elogio del papel de Adolfo Suárez y de una generación de políticos de haber tratado de enterrar la confrontación de las dos Españas. Como homenaje a su obra se atreve a señalar con una breve y sencilla consideración, una obviedad: el riesgo de olvidar su tarea. En muchos, en la mayoría de los ambientes y medios políticos democráticos recibió una sonora y casi unánime pitada y descalificación».

¿Cuáles fueron los textos íntegros de dichos discursos? Desde Enraizados hemos querido proporcionarte los textos íntegros de ambas homilías:

Homilía del cardenal Vicente Enrique Tarancón en la coronación de S.M. el Rey. Iglesia Parroquial de San Jerónimo el Real (Madrid), 27 de noviembre de 1975

Majestades.

Excelentísimos señores de las Misiones Extraordinarias.

Excelentísimo señor Presidente del Gobierno.

Excelentísimo señor Presidente de las Cortes y del Consejo del Reino.

Excelentísimos señores.

Hermanos:

Habéis querido, Majestad, que invoquemos con Vos al Espíritu Santo en el momento en que accedéis al Trono de España. Vuestro deseo corresponde a una antigua y amplia tradición: la que a lo largo de la historia busca la luz y el apoyo del Espíritu de sabiduría en la coronación de los Papas y de los Reyes, en la convocación de los Cónclaves y de los Concilios, en el comienzo de las actividades culturales de Universidades y Academias, en la deliberación de los Consejos.

Y no se trata, evidentemente, de ceder al peso de una costumbre: En Vuestro gesto hay un reconocimiento público de que nos hace falta la luz y la ayuda de Dios en esta hora. Los creyentes sabemos que, aunque Dios ha dejado el mundo a nuestra propia responsabilidad y a merced de nuestro esfuerzo y nuestro ingenio, necesitamos de Él, para acertar en nuestra tarea; sabemos que aunque es el hombre el protagonista de su historia, difícilmente podrá construirla según los planes de Dios, que no son otros que el bien de los hombres, si el Espíritu no nos ilumina y fortalece. Él es la luz, la fuerza, el guía que orienta toda la vida humana, incluida la actividad temporal y política.

Esta petición de ayuda a Dios subraya, además, la excepcional importancia de la hora que vivimos y también su extraordinaria dificultad. Tomáis las riendas del Estado en una hora de tránsito, después de muchos años en que una figura excepcional, ya histórica, asumió el poder de forma y en circunstancias extraordinarias. España, con la participación de todos y bajo Vuestro cuidado, avanza en su camino y será necesaria la colaboración de todos, la prudencia de todos, el talento y la decisión de todos para que sea el camino de la paz, del progreso, de la libertad y del respeto mutuo que todos deseamos. Sobre nuestro esfuerzo descenderá la bendición de quien es el «dador de todo bien». Él no hará imposibles nuestros errores, porque humano es errar; ni suplirá nuestra desidia o nuestra inhibición, pero sí nos ayudará a corregirlos, completará nuestra sinceridad con su luz y fortalecerá nuestro empeño.

Por eso hemos acogido con emocionada complacencia este Vuestro deseo de orar junto a Vos en esta hora. La Iglesia se siente comprometida con la Patria. Los miembros de la Iglesia de España son también miembros de la comunidad nacional y sienten muy viva su responsabilidad como tales. Saben que su tarea de trabajar como españoles y de orar como cristianos son dos tareas distintas, pero en nada contrapuestas y en mucho coincidentes. La Iglesia, que comprende, valora y aprecia la enorme carga que en este momento echáis sobre Vuestros hombros, y que agradece la generosidad con que os entregáis al servicio de la comunidad nacional, no puede, no podría en modo alguno regatearos su estima y su oración. Ni tampoco su colaboración: aquella que le es específicamente propia. Hay una escena en los Hechos de los Apóstoles que quisiera recordar en este momento. La primera vez que, después de la Resurrección de Cristo, se dirigía San Pedro al templo, un paralítico tendió la mano hacia él pidiéndole limosna. Pedro, mirándole atentamente, le dijo: «No tengo oro ni plata, lo que tengo, eso te doy: en nombre de Jesús Nazareno, levántate y anda». El mendigo pedía una limosna y el Apóstol le dio mucho más: la curación.

Lo mismo ocurre en la Iglesia: son muchos los que tienden la mano hacia ella pidiéndole lo que la Iglesia no tiene ni es misión suya dar, porque no dispone de nada de eso. La Iglesia sólo puede dar mucho más: el mensaje de Cristo y la oración.

Ese mensaje de Cristo, que el Concilio Vaticano II actualizó y que recientes documentos del Episcopado Español han adaptado a nuestro país, no patrocina ni impone un determinado modelo de sociedad. La fe cristiana no es una ideología política ni puede ser identificada con ninguna de ellas, dado que ningún sistema social o político puede agotar toda la riqueza del Evangelio ni pertenece a la misión de la Iglesia presentar opciones o soluciones concretas de Gobierno en los campos temporales de las ciencias sociales, económicas o políticas. La Iglesia no patrocina ninguna forma ni ideología política y si alguien utiliza su nombre para cubrir sus banderías, está usurpándolo manifiestamente.

La Iglesia, en cambio, sí debe proyectar la palabra de Dios sobre la sociedad, especialmente cuando se trata de promover los derechos humanos, fortalecer las libertades justas o ayudar a promover las causas de la paz y de la justicia con medios siempre conformes al Evangelio.

La Iglesia nunca determinará qué autoridades deben gobernarnos, pero sí exigirá a todas que estén al servicio de la comunidad entera; que protejan y promuevan el ejercicio de la adecuada libertad de todos y la necesaria participación común en los problemas comunes y en las decisiones de gobierno; que tengan la justicia como meta y como norma, y que caminen decididamente hacia una equitativa distribución de los bienes de la tierra. Todo esto, que es consecuencia del Evangelio, la Iglesia lo predicará, y lo gritará si es necesario, por fidelidad a ese Evangelio y por fidelidad a la Patria en la que realiza su misión.

A cambio de tan estrictas exigencias a los que gobiernan, la Iglesia asegura, con igual energía, la obediencia de los ciudadanos, a quienes enseña el deber moral de apoyar a la autoridad legítima en todo lo que se ordena al bien común.

Para cumplir su misión, Señor, la Iglesia no pide ningún tipo de privilegio. Pide que se le reconozca la libertad que proclama para todos; pide el derecho a predicar el Evangelio entero, incluso cuando su predicación pueda resultar crítica para la sociedad concreta en que se anuncia; pide una libertad que no es concesión discernible o situación pactable, sino el ejercicio de un derecho inviolable de todo hombre. Sabe la Iglesia que la predicación de este Evangelio puede y debe resultar molesta para los egoístas; pero que siempre será benéfica para los intereses del país y la comunidad. Éste es el gran regalo que la Iglesia puede ofreceros.

Vale más que el oro y la plata, más que el poder y cualquier otro apoyo humano. Os ofrece también su oración, iniciada ya con esta misa del Espíritu Santo. En esta hora tan decisiva para Vos y para España, permitidme, Señor, que diga públicamente lo que quien es pastor de vuestra alma pide para quien es, en lo civil, su Soberano:

Pido para Vos, Señor, un amor entrañable y apasionado a España. Pido que seáis el Rey de todos los españoles, de todos los que se sienten hijos de la Madre Patria, de todos cuantos desean convivir, sin privilegios ni distinciones, en el mutuo respeto y amor. Amor que, como nos enseñó el Concilio, debe extenderse a quienes piensen de manera distinta de la nuestra pues «nos urge la obligación de hacernos prójimos de todo hombre». Pido también, Señor, que si en este amor hay algunos privilegiados, éstos sean los que más lo necesitan: los pobres, los ignorantes, los despreciados: aquellos a quienes nadie parece amar.

Pido para Vos, Señor, que acertéis, a la hora de promover la formación de todos los españoles, para que sintiéndose responsables del bienestar común, sepan ejercer su iniciativa y utilizar su libertad en orden al bien de la comunidad.

Pido para Vos acierto y discreción para abrir caminos del futuro de la Patria para que, de acuerdo con la naturaleza humana y la voluntad de Dios, las estructuras jurídico-políticas ofrezcan a todos los ciudadanos la posibilidad de participar libre y activamente en la vida del país, en las medidas concretas de gobierno que nos conduzcan, a través de un proceso de madurez creciente, hacia una Patria plenamente justa en lo social y equilibrada en lo económico.

Pido finalmente, Señor, que nosotros, como hombres de Iglesia, y Vos, como hombre de Gobierno, acertemos en unas relaciones que respeten la mutua autonomía y libertad, sin que ello obste nunca para la mutua y fecunda colaboración desde los respectivos campos.

Sabed que nunca os faltará nuestro amor y que éste será aún más intenso si alguna vez debiera revestirse de formas discrepantes o críticas. También en ese caso contaréis, Señor, con la colaboración de nuestra honesta sinceridad.

Dios bendiga esta hora en que comenzáis Vuestro reinado. Dios nos dé luz a todos para construir juntos una España mejor. Ojalá un día, cuando Dios y las generaciones futuras de nuestro pueblo, que nos juzgarán a todos, enjuicien esta hora, puedan también bendecir los frutos de la tarea que hoy comenzáis y comenzamos. Ojalá pueda un día decirse que Vuestro reino ha imitado, aunque sea en la modesta escala de las posibilidades humanas, aquellas cinco palabras con las que la liturgia define el infinitamente más alto Reino de Cristo: Reino de Verdad y de vida, Reino de justicia, de amor y de paz.

Que reine la verdad en nuestra España, que la mentira no invada nunca nuestras instituciones, que la adulación no entre en vuestra casa, que la hipocresía no manche nuestras relaciones humanas.

Que sea Vuestro reino un reino de vida, que ningún modo de muerte y violencia lo sacuda, que ninguna forma de opresión esclavice a nadie, que todos conozcan y compartan la libre alegría de vivir.

Que sea el Vuestro un reino de justicia en el que quepan todos sin discriminaciones, sin favoritismos, sometidos todos al imperio de la ley y puesta siempre la ley al servicio de la comunidad.

Que, sobre todo, sea el Vuestro un reino de auténtica paz, una paz libre y justa, una paz ancha y fecunda, una paz en la que todos puedan crecer, progresar y realizarse como seres humanos y como hijos de Dios.

Esta es la oración, Señor, que, a través de mi boca, eleva hoy la Iglesia por Vos y por España. Es una oración transida de alegre esperanza. Porque estamos seguros de los altos designios de Dios y de la fe inquebrantable que anida en Vuestro joven corazón para emprender ese camino. Que el Padre de la bondad y de la misericordia ponga su bendición sobre Vuestra Augusta persona y sobre todos nuestros esfuerzos.

Así sea.

Homilía del cardenal Antonio María Rouco Varela en el funeral de Estado por Adolfo Suárez. Catedral de la Almudena (Madrid), 31 de marzo de 2014

Los restos mortales de nuestro hermano Adolfo (q.e.g.e.) descansan ya en el Claustro de la Catedral de Ávila, la ciudad de Teresa de Jesús, aquella santa castellana que “moría porque no moría”. Morir por el verdadero amor y morir amando de verdad es señal inequívoca de la fecundidad de una vida comprendida y cumplida a la luz del Misterio de Aquél que “murió por todos para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos” (2 Cor 5,15). El Misterio de Cristo, Hijo del hombre e Hijo de Dios, es el Misterio del Amor de Dios al hombre, el Misterio del amor más grande, del que hacemos memoria en esta celebración eucarística por nuestro querido hermano Adolfo, cuya vida al servicio de España nos resulta inexplicable sin la fuerza inspiradora y motivadora del amor cristiano. Al avivar los recuerdos de su larga, limpia y generosa trayectoria en esta hora de la prueba decisiva, que es la muerte, y al hacerlos presentes en la memoria eucarística, ¿no se nos impone el convencimiento de que a él también le apremiaba el amor de Cristo, del que hablaba San Pablo a los fieles de Corinto? Su familia, sus queridos hijos y nietos, dirán sin vacilar: ¡que sí!

Su plegaria es hoy nuestra plegaria, la plegaria de la Iglesia en España. ¡Es la plegaria de España! Lo confirman la presencia en esta Santa Misa de Sus Majestades los Reyes, de sus Altezas Reales los Príncipes de Asturias, de los representantes de las más altas instituciones del Estado, de numerosos fieles, ciudadanos de Madrid y procedentes de otros lugares de la geografía patria, y de los que están siguiendo la ceremonia por las pantallas de televisión. Son el eco y el testimonio emocionado de profundos y nobles sentimientos de aprecio, estima y gratitud sinceras para con aquella persona que sirvió a los españoles con rectitud y fortaleza ejemplares en uno de los momentos más cruciales y delicados de su historia contemporánea. Es la nobleza de corazón de tantos creyentes y de tanta gente sencilla y de buena voluntad que se expresó espontáneamente desfilando en largas e interminables colas ante su cadáver para rendirle un último homenaje de reconocimiento a su persona y que se manifiesta, sobre todo ahora, en la oración por él y, ¿cómo no?, también por España. El Papa Francisco nos ha llamado reiteradamente la atención sobre el valor de la fe del pueblo sencillo para acertar en el discernimiento de lo que hay de verdad y de bien en las personas y en los acontecimientos que marcan los caminos de la historia. Es esa conciencia sana de las almas sencillas la que ha atisbado y juzgado con acierto que, para comprender y valorar el significado más profundo de lo que sostuvo la vida y de lo que ha sido la muerte del que fue Presidente del Gobierno Español durante casi un lustro, D. Adolfo Suárez, no se pueden olvidar las palabras de Jesús cuando aseguraba a sus discípulos: “que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24).

“No valoramos a nadie según la carne” (2 Cor 5,16), decía San Pablo de sí mismo. La tentación de juzgar la vida de las personas y de la propia existencia “según la carne” es muy poderosa. Había vencido incluso al propio Pablo, “el Apóstol de los Gentiles”, a la hora del reconocimiento de quién era y de qué significaba Cristo para él y para el hombre de todos los tiempos y lugares. “Si alguna vez juzgamos a Cristo según la carne –confiesa él–, ahora ya no” (2 Cor 5,16). Huir del juicio según la carne para juzgar según el Espíritu es lo que nos posibilita la imprescindible apertura de la mente y del corazón para admitir y aceptar nuestra deuda con nuestro hermano Adolfo, llamado ya por el Señor de la vida y de la muerte a su presencia, y para enfrentarnos honradamente con las consecuencias personales y colectivas que debiéramos extraer de la experiencia de las circunstancias tan complejas, duras y dolorosas que enmarcaron su vida y rodearon su muerte. Mirando al bien de España, a su presente y a su futuro:

La concordia fue posible con él. ¿Por qué no ha de serlo también ahora y siempre en la vida de los españoles, de sus familias y de sus comunidades históricas? Buscó y practicó tenaz y generosamente la reconciliación en los ámbitos más delicados de la vida política y social de aquella España que, con sus jóvenes, quería superar para siempre la guerra civil: los hechos y las actitudes que la causaron y que la pueden causar.

Su vuelta a una vida de familia más intensa, dedicada al cuidado tierno y sacrificado de la esposa y de los hijos, después de la retirada dolorosa de la vida pública, y el asumir el largo tiempo de la propia enfermedad, humanamente hablando tan oscuro, haciendo propio el dicho de Jesús –“El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna” (Jn 12,25)– nos han dejado un testimonio ejemplar y, en su prolongado silencio, una advertencia elocuente de cuáles son y deben ser los auténticos y fundamentales valores, los absolutamente necesarios, si se aspira a edificar un tiempo nuevo para la esperanza de nuestra sociedad y de cualquiera otra. En una palabra, si se quiere vivir, y ayudar a vivir a sus jóvenes generaciones en libertad, justicia, solidaridad y paz.

La forma sobrenatural de su aceptación y de su vivencia del sufrimiento en la difícil y heroica temporada de la enfermedad de su hija y de su amada esposa y en los años crueles de la propia, que él asumió enteramente, hablan de un hombre de arraigada y profunda fe cristiana, muy consciente de que siguiendo y sirviendo a Cristo hasta la Cruz estaría con Él y con sus hermanos, amando en el tiempo y en la eternidad. “El que quiera servirme –decía el Señor– que me siga, y donde esté yo, allá también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará” (Jn 12,26). ¡Una buena y hermosa lección para los católicos de esta España de hondas raíces cristianas llamados con urgencia histórica a ser y servir de fermento de nueva humanidad en medio de sus conciudadanos, afrontando humilde y valientemente el compromiso del amor cristiano con la sociedad y con el pueblo al que pertenecen!

Son –¡somos responsables!– de que una gran tradición espiritual, que ha configurado en decisiva medida la historia del alma de España –¡su historia interior!–, no solo no se pierda, sino que renazca como esa “nueva criatura” de la que hablaba San Pablo a los Corintios: “El que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado” (2 Cor 5,17). Sí, para nuestro hermano esperamos y pedimos fervientemente al Señor Resucitado que lo nuevo, la verdadera y eterna gloria, haya comenzado ya y que la inmarchitable novedad de Cristo vuelva a florecer en España. El Papa Francisco nos ha puesto a los católicos ante el desafío de ser “Iglesia en salida”. Lo seremos si estamos dispuestos a ser testigos fieles y consecuentes de lo que el Beato Juan Pablo II llamaba “el Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona humana y el Evangelio de la Vida (que) son un único e indivisible Evangelio” (cfr. “Evangelii Gaudium”, 19 y ss.; y “Evangelium Vitae” 12).

La Virgen María, la Madre del Señor y Madre nuestra, que ha engendrado en su seno purísimo al Hijo de Dios para que “el hombre viejo” pudiera transformarse en “un hombre nuevo”, llamado a su Gloria, quiera acompañar nuestra plegaria en esta Eucaristía por nuestro querido hermano Adolfo y por España: ¡Ella que es la Madre del Amor Hermoso.

Amén

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