Antes de decir nada de nuestra propia cosecha, tocante a la vida y virtudes del glorioso Mártir, copiamos el siguiente emocional apunte:
“Fué un día primaveral del año de gracia 1940. Madrid y García de Paredes, 45, Casa Central de los PP. Paúles. El señor Superior comunica a la Comunidad haber recibido la petición de dos Sacerdotes, para asistir espiritualmente a los que en la próxima noche han de entrar en capilla.
Hacía casi un año que me había ofrecido para el caso, y, por ocupaciones ajenas, sólo una vez tuvo realización mi ofrecimiento. Ahora, mi oferta renovada es igualmente bien acogida. Diez y media de la noche. Un funcionario de Prisiones llama a la puerta. Montamos los dos Padres en el coche. Llegamos a la cárcel, después de recoger a otros Sacerdotes. Saludamos al Director y Oficiales, y al tiempo, me asalta esta ocurrencia: “¡A ver si va a ser uno de ellos Chicharro”’. Miro la lista y, en efecto, con gran sorpresa, veo la palabreja, que yo creía apodo, como apellido de uno de los condenados. —”Pues va a ser él!…”
Esto, más que casualidad, parece providencia: sólo días antes me había enterado de los detalles que habían relacionado al P. Santos con el tal Chicharro, y andaba en deseos de verme con éste.
En una habitación de unos diez pies de ancho por quince de largo, una mesa más larga que ancha llena de tomates, plátanos, naranjas, pan, tabaco, todo en, abundancia. A los lados de la mesa, dos bancos, y en ellos, sentados, cuatro hombres, serios, meditabundos, comiendo como a desgana y fumando con avidez, a grandes chupadas. En un lado de la habitación, recostado en, una colchoneta, otro hombre perdidamente nervioso, que se lamenta siempre de la misma manera y con las mismas palabras y llora sin derramar lágrimas.
—¡Buenas noches!, digo con aire de gravedad y acento de sincera compasión.
Hay quien responde con, las mismas palabras y otros con signos equivalentes a mi saludo.
—¿Angel Chicharro Díez?, pregunto.
Se pone inmediatamente de pie, un hombre alto, fornido, pelo entrecanoso, ojos grises y de torva mirada.
Mi presencia —bien lo echo de ver— ha brillado para Chicharro como espejismo de esperanza.
Prevaliéndome de esta impresión, entablo el diálogo, que toma, de pronto, un sesgo prometedor de noticias interesantes. Chicharro parece resuelto a revelarlo todo; mas, tras inútil garrulería, vira en contrario y se cierra de banda en su negativa a decir una palabra más sobre el asunto. Nada, lo de todos: no hay quien los haga cantar a estos rojos, al parecer, juramentados.
Y Chicharro era de los más testarudos. Se demostró con la máxima clarividencia al tratar de inducirle a confesarse para, después, comulgar y así tener una muerte cristiana.
Aquel día estábamos de enhorabuena los Padres Capellanes, pues parecía que no iba a quedar ni uno sólo sin responder a nuestros oficios sacerdotales cumplidamente; pero nos engañamos: quedaron tres rebeldes, incluyendo el medio loco, y entre ellos Chicharro, que, al fin…, se confesó.
En el espacio de cinco horas nada conseguimos tres sacerdotes, ni con disputas, ni con engaños santos. Así, al menos, parecía.Empero, nuestra obra, en su nombre comenzada, la perfeccionó Dios. Chicharro y el otro réprobo consciente asistieron libérrimamente a la Santa Misa, en la cual, sin duda con grande asombro, vieron, comulgar, con la mayor devoción, a quince Je aquellos pobrecitos que, con ellos, estaban sentenciados a morir.Mientras tanto, de rodillas junto al santo altar, rogaba yo con fervor al P. Santos intercediera ante su Divina Majestad por aquella oveja descarriada, tan semejante a otras que él había vuelto al redil del Buen Pastor cuando recorría los campos y ciudades predicando Misiones y asistiendo a los moribundos.
Y, desde el Cielo, el P. Santos continuó siendo Misionero. Después de la Misa creí ver a Chicharro algo conmovido y transformado, más asequible y dócil. Dieron las cuatro de la madrugada, y se presentó el piquete de fusilamiento. En aquellos gravísimos instantes me ofrecí a Chicharro para llevar el último adiós, la última carta, el último abrazo, el último beso, a su atribulada mujer y a sus hijos inocentes (¡pobrecitos!; todos habían, hecho la Primera Comunión, el más chico, el año anterior: he visto la fotografía).
En seguida, insinuante, emocionado, entre llamaradas de celo:
—;Pero, Chicharro, por qué no te confiesas!
La voz de un oficial de Prisiones grita a intervalos los nombres de los reos y éstos van saliendo a presencia del piquete. Chicharro, casi inconscientemente, contesta así a mi pregunta:
—¿Y qué hay que hacer?
Aunque atentos a la lectura, ni él ni yo hemos percibido su nombre. Le disuado de la atención, y tras unos instantes de confesión, pronuncio sobre él la fórmula sacramental absolutoria. Repite unas jaculatorias que le sugiero y besa el Crucifijo.
—El P. Santos vela por ti, Chicharro, y ya ha conseguido el milagro de tu conversión. ¡Dios te bendiga! Nos abrazamos. A las cinco de la mañana, en el propio lugar del ajusticiamiento, aguardando el tiro fatal, Chicharro, codo con codo con el único impenitente, vuelve a besar el Crucifijo, le vuelvo a abrazar y él me da un beso.
La escena conmovedora del bueno y del mal ladrón se ha repetido a orillas del Cementerio del Este.”
Hasta aquí la pintoresca e interesante relación. Hagamos por nuestra parte la biografía del malogrado P. Santos.Hijo de Rufino y Mariana, nació el 18 de septiembre de 1882, en Rabé de las Calzadas (Burgos). Estudió de niño en el Colegio Apostólico de los PP. Paúles, y para ser Paúl, en el vecino pueblo de Tardajos. Empezó el noviciado, en Madrid, el 19 de junio de 1899. Hizo los votos el 20 de junio de 1901. Estudió la Filosofía en Hortaleza y la Teología en Madrid, y se ordenó de Menores y Subdiácono, respectivamente, el 13 y 14 de marzo de 1908, en la iglesia de San Vicente de Paúl aneja a la Casa Central, oficiando el Excmo. Sr. Obispo de Sión, Dr. Cardona. El Prelado de. Madrid, Excmo. Sr. Barrera, le ordenó de Diácono, el 14 de junio de 1908 y de Sacerdote el 9 de agosto del mismo año.
Ejerció el cargo de Subdirector del Noviciado hasta el 1914. En este año pasó a Badajoz, dedicándose a dar Misiones por los pueblos. Para el mismo fin, en la Diócesis de Burgos, pasó a residir en Tardajos, el 1917, y estuvo hasta 1927, en que fue trasladado a Oviedo, en donde le fue encomendada la mayordomía del Seminario. Durante la estancia en éste sufrió una grave afección cerebral que obligó a recluirle, en 1931, en el manicomio de Leganés. Dios quiso que, inteligente y esmerado el tratamiento, recobrara la completa lucidez. Los últimos años vivió al servicio de la Basílica de la Milagrosa.
Era el P. Santos alto de estatura, fuerte; zambo en el andar; de habla melosa y sibilante, muy suya y característica; amable, servicial y trabajador; aficionado a la mano de obra: carpintería, hacer rosarios, fotografía; como predicador, no poseía cualidades brillantes; era parco en la gesticulación y poco grácil; en las Misiones solía ser el platiquista; era hombre de piedad sólida y jamás rehuía el sacrificio.
En la diáspora de todos los individuos que integraban la Comunidad de la calle de García de Paredes, el P. Santos se fue al que juzgaba refugio seguro, por haberlo sido en otras ocasiones, la casa de su sobrina Felisa, en le calle de Pardo Bazán, de la Prosperidad. Pero ahora el diablo, disfrazado de portera, se puso de por medio. Armó ella un escándalo de padre y muy señor mío, diciendo que aquel Cura comprometía a toda la casa. Y viendo que no se le hacía caso, insistió ferozmente en su demanda de que le arrojaran fuera, añadiendo el cuento tártaro de que ya se le habían quejado los vecinos.
Ante el pésimo cariz que tomaba el caso, después de pensar y repensar, no queriendo, por una parte, dejar en la mismísima calle al pariente y al religioso y temiendo, con razón, por otra, que la portera llegara a denunciarlo a los patibularios que hormigueaban por los alrededores, determinaron presentarse la sobrina y su consorte con el P. Santos al Comité del Barrio, pidiendo una autorización para que residiera en su casa. El presidente del Comité, que no debía de ser sanguinario, o que el Señor, que tiene dominio sobre los mismos demonios, le hizo obrar en contra de sus sentimientos, porque no había sonado en su reloj providencial la hora del martirio del Padre, lo cierto es que aquel jefe de bandidos ordenó las cosas de un modo favorable, pero singular. Y así mandó a uno de sus subordinados, Chicharro, que le acompañara al convento de García de Paredes y allí lo dejara, corno el lugar más propio y seguro, añadiendo en tonos de máxima energía: “Si le pasa algo, pagas con la cabeza.”
En conformidad con esta resolución, tío y sobrinos, acompañados por Chicharro, arma al brazo, llegaron a García de Paredes. La Comunidad en su casi totalidad se había ido ya: sólo quedaban los Hermanos cocinero y portero. Este se disponía asimismo a marcharse y aquél se quedaría para hacerles la comida a los guardias civiles. Y con éstos comieron aquel día el P. Santos y su compañía. De sobremesa, se trató seriamente de la situación del Padre, quien por cierto daba señales de extremo nerviosismo rayano en alteración mental. Que no podía permanecer en la casa era evidente. Hablose de ponerlo en el tren para Burgos; mas los trenes hacía unos días que no funcionaban para el norte. Entonces los guardias persuadieron a Chicharro a que llevara al Padre a alguna pensión. Al efecto, dijo el miliciano que conocía una en la calle de San Marcos. El cabo de la guardia bosquejó amenazas para el caso de incumplimiento de semejante decisión y, ¡a la pensión!
Mas la tal pensión ya no existía. Días antes se habían trasladado los dueños a la calle Molino de Viento, 20. Allá se fue ron los cuatro. Porque es de advertir que los sobrinos no quisieron dejar solo al tío ni un, momento, ya que no se fiaban de Chicharro, antes al contrario, temían le vinieran intenciones de terminar el cuento al son del tic-tac de su pistolón.
En la calle y casa señaladas encontró, por fin, Chicharro a sus conocidos. Expuesto el motivo de su visita, dijeron ellos que no tenían sitio donde alojar al Padre. A lo que éste repuso: “Aun cuando sea en un rinconcito.”
viniéronse. Indicaron la habitación que podía habitar. Dio el P. Santos a Chicharro, en agradecimiento, 50 pesetas. Despidiéronse con un “hasta luego” los sobrinos. Y a vivir, como en el aire, en aquella morada de la calle de Molino de Viento, en espera de días mejores o de lo que Dios quisiera.
Con su bondad y sencillez características pronto se ganó el P. Santos la simpatía de sus huéspedes. En los dos meses menos dos días que aquí vivió, empleaba el tiempo haciendo alguna chapuza de carpintería, enseñando a leer y hasta a rezar a los niños de la casa y entregándose más de lleno a los actos de piedad. Salía poco a la calle y cuando lo hacía era acompañado por un niño. De cuando en vez iba por dinero con que pagar la pensión, estipulada en ocho pesetas diarias, y lo hacía al principio a lugares donde tenía colocadas algunas pesetillas o donde se las daban o prestaban. Algunas veces dicen los huéspedes que se oponía resueltamente a ser acompañado, diciendo que iba a buscar dinero. Realmente, una vez fue con tal motivo a la calle de San Felipe Neri, 4, y otra a Tudescos, 6; mas de ordinario a lo que iba con tal pretexto era a confesarse, y lo hacía, una vez por semana, con el P. Martín, en la pensión donde éste, con otros de la Comunidad, se hallaba. Por cierto que jamás se detuvo a conversar con ellos, cosa harto extraña que tal vez tuviera explicación en la presteza con que tendría que volver a su hospedaje; pero lamentable, al fin, siquiera sea porque así nos privó de detalles de su vida durante este tiempo.
Chicharro volvió un día, con fines interesados, a lo que parece, pues se sabe que el P. Santos le dio otras cincuenta pesetas. La segunda visita fue fatal. Eran las doce y media, poco. más o menos, del día 23 de septiembre. La mesa estaba puesta y el Padre se disponía a comer, cuando llamaron a la puerta. Era Chicharro y varios milicianos armados. Con claras demostraciones de alegría, el P. Santos, al mismo tiempo que se adelantaba hacia Chicharro, para darle un abrazo, le dijo:
—Pero, hombre, Chicharro, ¡cuánto tiempo sin vernos! ¿Cómo no has venido antes?
Si el P. Santos hubiese tenido el don de leer en las conciencias, podría haber dicho como el Divino Maestro: “¡ Amigo, con un abrazo entregas a tu patrocinado !”
Porque Chicharro a tan cariñoso interrogante respondió así:
–¡Hala, vente con nosotros; que tienes que prestar una declaración!
A la puerta esperaba un coche, el coche fatídico de los paseas. Hicieron subir a él al P. Santos. Montaron los canallas también. Ronfló el motor y su rugido parecía una protesta. Se alejó el vehículo. Hízose el silencio, aquel silencio de tumba, tan característico. Y se abrió el interrogante de misterio, que no se cerraría hasta tarde, y cumplidamente, hasta después de terminada la guerra.
¿Lleváronle al P. Santos a alguna checa? ¿O su captura obedecía a una resolución en firme? Esto último parece ser lo seguro, porque a eso de la una y media de la tarde caía la víctima inmolada. fue en el pueblo de Hortaleza, frente al palacio de Ballesteros, junto a la higuera entonces existente. Desde la carretera de Canillejas contempló el crimen el médico de Hortaleza, D. Agustín Calvo. Al doctor le hemos oído contar:
«Paróse el coche. Bajaron los ocupantes. Le mandaron ir adelante al P. Santos. Descarga cerrada, luego que dio unos pasos, y… un Mártir más».
A la media hora de perpetrado el horrendo crimen, identificado por el criado fiel de la Casa de la Congregación en Hortaleza, Zacarías, el cadáver del santo Padre Santos, era conducido al cementerio. Chicharro, en el juicio, declaró no haber conocido al tal P. Santos; pero quedó confundido ante la declaración expresa de la dueña de la pensión.
Días después de la desaparición del P. Santos halláronse a poca distancia su sobrina y Chicharro. Este, al advertirlo, entregó una berza que llevaba en la mano a un compañero y, echándose a la cara el fusil, dio vuelta al cerrojo. La sobrina escabullóse rápida en la vuelta de una esquina… y no pasó nada.
En marzo de 1940 los restos gloriosos del admirable Mártir fueron sacados de la fosa común y trasladados a un nicho individual del mismo cementerio de Hortaleza, adquirido por la Comunidad, y, al escribir las presentes líneas, enero de 1942, allí reposan.
El 19 de marzo de 1936 escribía la siguiente carta:
“A Sor Paz Astrain. Muy estimada Hna.: Mil gracias por su cariñosa felicitación y muchas y divinas bendiciones para todas Vs. en el día de la Encarnación. La estampita que les dedico es todo un libro que les dirá muchas cosas al corazón y muy provechosas lecciones de actualidad. Unión de oraciones y corazones y adelante con la cruz… hasta el calvario.”
El ya subió a la cumbre de su calvario, y fue real y cruento su sacrificio. Unidos al suyo nuestros corazones, por el aglutinante del divino amor, de su hondón brotan espontáneamente, más que oraciones, sufragios, himnos de alabanza al mártir P. Santos y al Rey de los Mártires, Jesucristo.