Como cada año hemos iniciado el mes de noviembre, con la celebración de la festividad de Todos los Santos, dedicada a esa muchedumbre inmensa de bienaventurados que han llegado a la patria celestial y no están en los altares. Ellos nos recuerdan que cada uno de nosotros estamos llamados a ser santos.
La santidad no es una conquista humana, sino que es ante todo el gozo de descubrir que somos hijos amados por Dios, es así un don que recibimos: somos santos porque Dios, que es el Santo, viene a habitar en nosotros. Es Él quien nos da la santidad y nosotros sólo podemos alcanzarla con la gracia y la ayuda de Dios. Así, la auténtica alegría del cristiano no es la emoción de un momento o simple optimismo humano, sino la certeza de poder afrontar cada situación bajo la mirada amorosa de Dios, con la valentía y la fuerza que proceden de Él. Los santos, incluso en medio de muchas tribulaciones, vivieron esta alegría y la testimoniaron con sus propias vidas hasta el final.
La Fiesta de Todos los Santos tuvo sus orígenes en el siglo IV debido al número incontable de mártires que hubo en la Iglesia. Al término del segundo milenio, la Iglesia volvió a ser Iglesia de mártires. Así, San Juan Pablo II, con vistas a la celebración del Gran Jubileo del Año 2000, quiso actualizar los martirologios de la Iglesia universal, prestando gran atención a la santidad de quienes también en nuestro tiempo han vivido plenamente la verdad de Cristo. Se comenzó la recopilación de los datos de los Testigos de la Fe, los mártires de la persecución religiosa del siglo XX en todos los países. En España este estudio fue realizado por Monseñor Cárcel Ortí, quien señaló que más de 10.000 españoles habían sido martirizados por defender su fe en Jesucristo durante el periodo de la Segunda República y de la Guerra Civil Española. Los resultados específicos fueron: 13 obispos, 7.000 sacerdotes, religiosos y religiosas y 3.000 seglares. De estos 2.053 mártires (12 santos y 2.041 beatos) ya están en los altares y al menos 2.000 más se hallan en proceso de beatificación.
Desde el año 2010, cada 6 de noviembre la Iglesia celebra -con rango de memoria obligatoria- a todos los santos y beatos mártires del siglo XX en España. San Pedro Poveda, presbítero diocesano y fundador de la Institución Teresiana, institución en la que tuve el privilegio de realizar mis estudios de básica y bachillerato, y San Inocencio de la Inmaculada, religioso pasionista, encabezan la multitud de santos y beatos, obispos, sacerdotes, consagrados y laicos, que dieron a Cristo el testimonio supremo del amor, y fueron martirizados en odio a la fe en España, entre 1931 y 1939.
Ellos son nuestros contemporáneos, hombres y mujeres como nosotros quienes, llegado el momento de la prueba, dejaron que les fuera arrebatada la vida por dar testimonio de su fe y lo hicieron como Cristo, perdonando. Esto es luz, esperanza y fortaleza para todos nosotros en el mundo de hoy.
Esta conmemoración sirve no solo para honrar a las víctimas, sino también para inspirar a los fieles a perseverar en la fe en medio de las dificultades. En sus vidas y sacrificios encontramos un ejemplo y recordatorio constante de la llamada a vivir la fe con dedicación y esperanza, aun en momentos de extrema dificultad.
Para ofrecer un ejemplo concreto de los miles que ofrecieron sus vidas por amor a Cristo, quisiera hoy recordar de un modo especial a los 51 Beatos Mártires Claretianos de Barbastro.
Su martirio aconteció durante los días 2, 12, 13, 15 y 18 del mes de agosto de 1936. La comunidad claretiana de Barbastro (Huesca) estaba formada por 60 misioneros: 9 Padres, 12 Hermanos y 39 Estudiantes a punto de recibir la Ordenación.
El lunes 20 de julio de 1936 la casa fue asaltada y registrada, infructuosamente, en busca de armas. Fueron arrestados todos sus miembros. El superior, P. Felipe de Jesús Munárriz, el formador de los Estudiantes, P. Juan Díaz, y el administrador, P. Leoncio Pérez, fueron llevados directamente a la cárcel municipal. Los ancianos y enfermos fueron trasladados al asilo o al hospital. Los demás fueron conducidos al colegio de los Escolapios, en cuyo salón de actos quedaron encerrados hasta el día de su ejecución.
A lo largo de su breve estancia en la cárcel, los tres responsables de la comunidad claretiana fueron verdaderamente ejemplares. Sin ninguna clase de juicio, simplemente por su condición religiosa, fueron fusilados a la entrada del cementerio al alba del día 2 de agosto.
Los que permanecieron encarcelados en el salón de los Escolapios, desde el primer momento se prepararon para morir. Durante los primeros días de cautiverio pudieron recibir la Comunión clandestinamente. La Eucaristía fue, en aquellos trágicos momentos, el centro de su vida y el origen de su fortaleza. Con la oración, el rezo del Oficio y del Rosario fueron preparándose interiormente para la muerte. Tuvieron de soportar muchas incomodidades físicas y morales. Fueron atormentados con simulacros de fusilamiento. Les introdujeron prostitutas en el salón para provocarles. Varios recibieron distintas ofertas de liberación. Pero ni uno solo claudicó .
El reconocimiento de su heroicidad ante el martirio fue reconocido por todos desde el primer momento. Fueron beatificados por el Papa Juan Pablo II el 25 de octubre de 1992.
Esta es una parte de la carta de despedida de estos mártires a su Congregación:
“Anteayer, día 11 murieron, con la generosidad con que mueren los mártires, 6 de nuestros hermanos; hoy, día 13 han alcanzado la palma de la victoria 20, y mañana, 14, esperamos morir los 21 restantes. ¡Gloria a Dios! ¡Y qué nobles y heroicos se están portando tus hijos, Congregación querida!
Pasamos el día animándonos para el martirio y rezando por nuestros enemigos y por nuestro querido Instituto; cuando llega el momento de designar las víctimas hay en todos serenidad santa y ansia de oír el nombre para adelantar y ponernos en las filas de los elegidos; esperamos el momento con generosa impaciencia y, cuando ha llegado, hemos visto a unos besar los cordeles con que los ataban, y a otros dirigir palabras de perdón a la turba armada; cuando van en el camión hacia el cementerio, los oímos gritar ¡Viva Cristo Rey! Responde el populacho, rabioso, ¡Muera! ¡Muera!, pero nada los intimida. ¡Son tus hijos, Congregación querida, estos que entre pistolas y fusiles se atreven a gritar serenos cuando van hacia el cementerio ¡Viva Cristo Rey! Mañana iremos los restantes y ya tenemos la consigna de aclamar, aunque suenen los disparos, al Corazón de nuestra Madre, a Cristo Rey, a la Iglesia Católica y a ti, madre común de todos nosotros. Me dicen mis compañeros que inicie yo los ¡vivas! y que ellos ya responderán. Yo gritaré con toda la fuerza de mis pulmones, y en nuestros clamores entusiastas adivina tú, Congregación querida, el amor que te tenemos, pues te llevamos en nuestros recuerdos hasta estas regiones de dolor y de muerte.
Morimos todos contentos, sin que nadie sienta desmayos ni pesares; morimos todos rogando a Dios que la sangre que caiga de nuestras heridas no sea sangre vengadora, sino sangre que entrando roja y viva por tus venas, estimule tu desarrollo y expansión por todo el mundo. ¡Adiós, querida Congregación! Tus hijos, Mártires de Barbastro, te saludan desde la prisión y te ofrecen sus dolorosas angustias en holocausto expiatorio por nuestras deficiencias y en testimonio de nuestro amor fiel, generoso y perpetuo. Los Mártires de mañana, 14, recuerdan que mueren en vísperas de la Asunción; y ¡qué recuerdo este! Morimos por llevar la sotana y morimos precisamente en el mismo día en que nos la impusieron.
Los Mártires de Barbastro, y, en nombre de todos, el último y más indigno, Faustino Pérez, C.M.F.
¡Viva Cristo Rey! ¡Viva el Corazón de María! ¡Viva la Congregación! Adiós, querido Instituto. Vamos al cielo a rogar por ti. ¡Adiós, adiós!”
Recordemos a nuestros mártires y roguemos a la Santísima Trinidad que, por su ejemplo e intercesión, se nos conceda confesar la fe con fortaleza, de palabra y de obra en las circunstancias de cada día.
¡Nuestra Señora Reina de los mártires, rogad por nosotros!
Beatriz Silva de Lapuerta
Colaboradora de Enraizados