Santa María la Mayor es una de las cuatro Basílicas Mayores de Roma, junto con San Pedro, San Juan de Letrán y San Pablo Extramuros. A ella acude frecuentemente el Papa Francisco, al igual que hicieron todos sus antecesores en el pontificado, a rezar ante la imagen de Santa María Salus Populi Romani, que es la patrona de la ciudad de Roma.

En la basílica de Santa María la Mayor casi todo nos habla del título más importante que Dios quiso conceder a la Virgen María: Madre de Dios.

Cuenta una piadosa tradición que un patricio y senador romano llamado Juan, no teniendo descendencia, de común acuerdo con su esposa, querían construir un templo dedicado a la Virgen. La noche de 4 al 5 de agosto de año 356, la Virgen se le apareció en sueños y le pidió que le construyera una basílica en el lugar de Roma en que nevaría esa misma noche. Dado que se encontraban en plena canícula romana, la petición no podía ser más extraña; sin embargo, esa misma noche, el Papa Liberio tuvo el mismo sueño.

Al despuntar el alba, el pontífice y el senador se apresuraron hacia la colina del Esquilino, que efectivamente había amanecido cubierta de nieve. Naturalmente, el extraordinario fenómeno, congregó enseguida a una gran muchedumbre. Ante la evidencia del deseo de la Virgen, el Papa Liberio trazó al momento, sobre la nieve, la planta de la nueva basílica, momento que quedó inmortalizado en un relieve que se encuentra en el interior. Desde entonces la Iglesia celebra el 5 de agosto la fiesta de la Virgen de las Nieves, advocación que ha dado origen a muchísimas iglesias y ermitas por todo el mundo.

Está bien documentado que el Papa Liberio mandó edificar en este lugar del Esquilino la primera iglesia de la historia dedicada a la Virgen, y también que dicho templo fue destruido en el año 410, cuando la invasión del bárbaro Alarico.

La basílica actual la mandó construir el papa Sixto III (432 – 440) al término del Concilio de Éfeso (431). Es bien conocido que en dicho concilio los obispos condenaron la doctrina de Nestorio, patriarca de Constantinopla, que afirmaba que la Virgen María era madre de Jesús, solo en cuanto hombre, pero no era madre de Dios, y prohibió que en su diócesis se la llamara Theotokos (en griego, “Madre de Dios”.)

Así pues, el Concilio de Éfeso (431) dejó diáfamente establecido que “La Virgen María SÍ es Madre de Dios porque su Hijo, Cristo, es Dios”, terminando así con la tesis de Nestorio. Y de esto quiso el Papa que quedara constancia, para el mundo y por tiempo inmemorial, con la nueva basílica Santa María Maggiore.

Todavía en la actualidad podemos admirar en el interior maravillosas obras de arte que nos hablan de ello. Te animo a que la visites con calma en la primera oportunidad que tengas.

En el año 2008, Benedicto XVI, al respecto del título de Madre de Dios, dejó dicho lo siguiente:

“El título de Madre de Dios, tan profundamente vinculado a las festividades navideñas, es, por consiguiente, el apelativo fundamental con que la comunidad de los creyentes honra, podríamos decir, desde siempre a la Virgen santísima. Expresa muy bien la misión de María en la historia de la salvación. Todos los demás títulos atribuidos a la Virgen se fundamentan en su vocación de Madre del Redentor, la criatura humana elegida por Dios para realizar el plan de la salvación, centrado en el gran misterio de la encarnación del Verbo divino.

Y todos sabemos que estos privilegios no fueron concedidos a María para alejarla de nosotros, sino, al contrario, para que estuviera más cerca. En efecto, al estar totalmente con Dios, esta Mujer se encuentra muy cerca de nosotros y nos ayuda como madre y como hermana. También el puesto único e irrepetible que María ocupa en la comunidad de los creyentes deriva de esta vocación suya fundamental a ser la Madre del Redentor. Precisamente en cuanto tal, María es también la Madre del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. Así pues, justamente, durante el concilio Vaticano II, el 21 de noviembre de 1964, Pablo VI atribuyó solemnemente a María el título de ‘Madre de la Iglesia’.

Precisamente por ser Madre de la Iglesia, la Virgen es también Madre de cada uno de nosotros, que somos miembros del Cuerpo místico de Cristo. Desde la cruz Jesús encomendó a su Madre a cada uno de sus discípulos y, al mismo tiempo, encomendó a cada uno de sus discípulos al amor de su Madre. El evangelista san Juan concluye el breve y sugestivo relato con las palabras: “Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa” (Jn 19, 27). Así es la traducción española del texto griego: «εiς tά íδια»; la acogió en su propia realidad, en su propio ser. Así forma parte de su vida y las dos vidas se compenetran. Este aceptarla en la propia vida («εiς tά íδια») es el testamento del Señor. Por tanto, en el momento supremo del cumplimiento de la misión mesiánica, Jesús deja a cada uno de sus discípulos, como herencia preciosa, a su misma Madre, la Virgen María».

Julio Íñiguez Estremiana

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