Artículo redactado por José Jara
Uno de los tópicos sobre la Iglesia que suelen oírse repetidamente consiste en afirmar que desde el cristianismo no se ha hecho prácticamente nada positivo por afianzar la dignidad de la mujer frente al varón o, peor aún, que el papel de la Iglesia ha sido frecuentemente de incomprensión hacia la mujer impidiendo su desarrollo en la sociedad.
Sin embargo, si bien no encontramos grandes declaraciones magisteriales sobre la mujer de modo específico hasta la carta apostólica Mulieris Dignitatem de Juan Pablo II, la acción directa que ha ido poniéndose en práctica a lo largo de los veinte siglos de historia del cristianismo parece mostrar claramente que en este gran periodo de tiempo constantemente se ha optado por los hechos en vez de sólo las simples palabras, teniendo en cuenta también que los cambios de mentalidad no se consiguen siempre de un día para otro.
SUMARIO
1.- DE LOS GINECEOS DE GRECIA AL DERECHO ROMANO
3.- EDAD MEDIA Y TIEMPOS LUMINOSOS
DE LOS GINECEOS DE GRECIA AL DERECHO ROMANO
Como muestra de las ideas preconcebidas que inundan nuestra concepción de la historia y de la sociedad, en una entrevista realizada a una actriz se le preguntaba cual hubiera sido su época ideal para vivir, a lo que ella respondió que, sin duda, la época de la Grecia clásica. Probablemente, como es bastante habitual, quien respondió no era consciente de que las mujeres en esa época no tenían derechos cívicos. No asistían a las grandes fiestas religiosas ni a los teatros y tenían prohibido acudir al gimnasio. Su lugar era el gineceo, una parte de la casa reservada para ellas, donde tejían lana en compañía de sus hijas (que no recibían instrucción hasta que se casaban con el hombre que su padre había elegido). Los varones, tal era la costumbre habitual, raramente invitaban a sus esposas a los banquetes organizados, prefiriendo la compañía de esclavas para divertirse. Respecto a los hijos, el esposo también podía decidir si la mujer debía abortarlo o simplemente abandonarlo después de nacer si no era de su agrado[1].
Afortunadamente, esta visión tan restrictiva sobre la mujer no se mantuvo en el desarrollo de la cultura del Imperio Romano, aunque la autoridad del “pater familias” también era indiscutible, pudiendo decidir no sólo el destino de los negocios familiares sino, al igual que en la Grecia clásica, la aceptación o el rechazo de los hijos que, si eran abandonados, solían ser recogidos por personas que aprovechaban estas vidas indefensas para convertirles en esclavos. Si la mujer quedaba viuda, las decisiones sobre sus bienes materiales pasaban a depender de otro varón de la familia, negándose a la mujer el derecho a decidir sobre los mismos. De hecho, los romanos no sólo aceptaban el divorcio por decisión del varón sino también el simple repudio sin necesidad de justificación consistente ni acusación probada, como muestra la conocida anécdota de Julio César cuando repudió a su mujer aduciendo únicamente que “la mujer del César no sólo ha de ser honrada, sino también parecerlo”.
¿Qué aportó el primitivo cristianismo sobre esta arraigada mentalidad de predominio del varón en la poderosa y consolidada sociedad romana? En primer lugar, se debería tener en cuenta que una de las novedades del Evangelio consistía en enseñar la igualdad del hombre y la mujer, la grandeza de la virginidad, en contraste con la legislación romana que prohibía el celibato[2], la dignidad e indisolubilidad del matrimonio en una sociedad que era plenamente divorcista. Por eso, aunque frecuentemente se ha malentendido a San Pablo cuando exhorta “Mujeres, sean dóciles a su marido, como corresponde a los discípulos del Señor. Maridos, amen a su mujer” (Colosenses, 3), esta segunda parte de la frase supone un gran cambio de paradigma ante la visión instrumentalizadora de la mujer que tenían los varones, circunstancia que se extendía a la prostitución.
Por contraste, el llamado “Himno al amor”, expresado en su carta a los Corintios es de una belleza literaria difícilmente alcanzable y expone un ideal de vida compartida igualmente exigente tanto para el hombre como para la mujer. En él afirma:
“Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada. El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, …” (Cor. 1, 13)
De hecho, la indisolubilidad y la fidelidad en el matrimonio aparecieron inicialmente como exigencias inauditas, no sólo en el ámbito romano sino también en la mentalidad judía del tiempo de la predicación de Jesús quien, a pesar de las reticencias que veía que despertaba su mensaje sobre la vida conyugal, no dudó en afianzarlo ante sus dubitativos primeros discípulos:
“Cualquiera que repudia a su mujer, y se casa con otra, adultera y quien se casa con una mujer repudiada comete adulterio” (Lc, 16: 18)”.
Es difícil para nuestra mentalidad actual llegar a comprender el grado de corrupción y de depravación moral en el que estaba sumida la civilización romana desde sus inicios hasta el siglo IV. Conocemos datos sobre los emperadores que, ciertamente, nos dan pinceladas sobre ello. Los hechos del emperador Cómodo, en cuyo harén había trescientas mujeres y trescientos muchachos[3], la lujuria del joven Heliogábalo, las acciones sin freno de Nerón o del emperador Tiberio o de su sucesor, Calígula, parecen la punta del iceberg de la extendida depravación reinante en la que la mujer frecuentemente quedaba reducida a ser alguien sin la mínima independencia o a ser un objeto sexual. Por eso, Minucio Félix[4], converso del siglo III, podía sin dificultad afirmar “¡Nos acusáis de falsos incestos, pero vosotros los cometéis verdaderos!”
¿DIACONISAS? ACLARACIONES
Como contraste, habría que mencionar el reconocimiento de la autonomía de la mujer dentro de la Iglesia mediante la institucionalización de la figura de diaconisas para atender viudas y huérfanos, personas excluidas de la comunidad ya en el ámbito judío y que pronto fueron vistas por la comunidad cristiana como necesitadas de una efectiva ayuda para dejar de ser marginadas por su ausencia de recursos de supervivencia. Esta eficaz labor caritativa sobre las mujeres fue encomendada a las diaconisas de las primeras comunidades cristianas, tal como nos han referido diversos textos:
«Es cierto que en la Iglesia hay un orden de diaconisas, pero no para ser sacerdotisas, ni para cualquier tipo de trabajo de la administración, sino por el bien de la dignidad del sexo femenino, ya sea en el momento del Bautismo, o de examinar a los enfermos o de sufrimiento, de modo que el cuerpo desnudo de una mujer no debe ser visto por los hombres al administrar los ritos sagrados como el bautismo por inmersión, sino por el diácono.» (San Epifanio, Panarion, 79:3 (AD 377), en JUR, II: 76.)[5]