«No queremos que sea lo mismo de siempre», nos repetimos una y otra vez cuando llegan estas fechas. Intentamos vivir este tiempo con autenticidad y no claudicar en el ruido luminoso de la ciudad y en sus mensajes digitales. Aunque el ímpetu de la corriente a veces supera nuestras fuerzas. Pero un año más la ternura llama a nuestra puerta como lo hizo a la de María. Quizás no venga como la sabida ternura de postal y ríos de papel de plata. Quizás venga como una ternura recia, incómoda, de compromisos y manos refugiadas y encallecidas; una ternura que nos haga removernos en el sillón porque lo profundo de estos días pasa por descubrir que esta frágil ternura, si la dejamos, llama de nuevo a nuestra puerta.
Nunca es tarde para abrirle la puerta y comenzar de nuevo. Nunca es tarde para vivir el misterio de un Dios hecho niño con otro estilo y por senderos más auténticos. Otro año más tenemos el reto de decidir cómo queremos vivir estos días. Podemos dar luz verde a la rutina de siempre y será otra Navidad más sin pena ni gloria. Podemos acoger a un Dios que arriesga para entrar en la historia y decirnos que una Navidad con sabor a evangelio lo hará todo diferente. Podemos decir que no a sucedáneos navideños. Que todo no vale. Y que todo no se puede en estos días. Y que hay cosas que no se compran con dinero. Que nadie nos engañe para llenarnos de urgencias navideñas y vanos compromisos para la cuesta de enero. La ternura pobre del pesebre ayuda a decir sí a lo que importa y a recuperar nuestro centro en Dios. Como cada año, la ternura siempre llega a tiempo y llama una vez más para recordarnos que nunca es tarde para abrirle.