Espiritualidad: «La Acedía de nuestra vida»

Espiritualidad: «La Acedía de nuestra vida»

               La acedía es un peligro que suele pasar desapercibido en la vida doméstica. El demonio del mediodía ataca también en la realidad familiar, nos sumerge en el hastío de las tareas cotidianas y nos conduce al desánimo en la vida espiritual. Y es que cada día es un volver a empezar. No importa que el cesto de la ropa sucia por fin se vaciara tras poner varias lavadoras o que una buena limpieza dejará los baños relucientes; hoy el cesto está ya a medio llenar y los chorretones de la pasta de dientes infantil están otra vez pegados al lavabo y al espejo. El trabajo de mantener una vida en el hogar nunca se acaba, nadie lo ve y no reporta beneficios tangibles. Es fácil dejar de ver el sentido de tanto esfuerzo y sacrificio.

Podría sonar a conformismo. A mí no me lo parece. Empezar a vivir esta vida, la que nos “ha tocado”, es el principio para hacer de la nuestra una existencia luminosa. En el fondo, supone acoger el plan que Dios mismo ha provisto para cada uno de nosotros, viendo en nuestras circunstancias, cuáles sean, un regalo para nuestra salvación.

Todas esas cosas que hacemos en lo oculto de nuestra vida y que pasan desapercibidas –carentes de valor– para el resto del mundo, no quedan invisibles a los ojos de Dios. En todas ellas, por insignificantes que sean, se encuentra nuestra vocación particular. Así que con cada acto de entrega que queda en lo escondido estamos sirviendo al Señor, y no hay nada que sea entregado a Dios que sea desperdiciado. «Tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará».

Es una tentación peligrosa, con la que no se debe jugar. Quien cae en ella es como si estuviera aplastado por un deseo de muerte; siente disgusto por todo; la relación con Dios le resulta aburrida.

El Catecismo la define así: «La acedía o pereza espiritual llega a rechazar el gozo que viene de Dios y a sentir horror por el bien divino» (CIC 2094). Nuevamente, en otro lugar, tratando de la oración, la enumera entre las tentaciones del orante: «otra tentación a la que abre la puerta la presunción, es la acedía. Los Padres espirituales entienden por ella una forma de aspereza o desabrimiento debidos a la pereza, al relajamiento de la ascesis, al descuido de la vigilancia, a la negligencia del corazón. «El espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mateo 26,41)» (CIC 2733)

El Catecismo relaciona la acedía con la pereza. No se detiene a señalar su relación con la envidia y la tristeza. Sin embargo, la acedía es propiamente una especie o una forma particular de la envidia. En efecto, Santo Tomás de Aquino, que considera a la acedía como pecado capital, la define como: tristeza por el bien divino del que goza la caridad. Y en otro lugar señala sus causas y efectos: es una forma de la tristeza que hace al hombre tardo para los actos espirituales que ocasionan fatiga física.

La acedía se presenta, en la práctica, como una pereza para las cosas relativas a Dios y a la salvación, a la fe y demás virtudes teologales. Por lo cual, acertadamente, el catecismo la propone, a los fines prácticos, como pereza.

Al atacar la vitalidad de las relaciones con Dios, la acedía conlleva consecuencias desastrosas para toda la vida moral y espiritual. La acedía se opone directamente a la caridad, pero también a la esperanza, a la fortaleza, a la sabiduría y sobre todo a la religión, a la devoción, al fervor, al amor de Dios y a su gozo. Sus consecuencias se ilustran claramente por sus efectos: la disipación, o sea un vagabundeo ilícito del espíritu, la pusilanimidad, el rencor, la malicia, o sea, el odio a los bienes espirituales y la desesperación. 

Esta corrupción de la piedad teologal, da lugar a la corrupción de todas las formas de la piedad moral. También origina males en la vida social y la convivencia, como la murmuración, la descalificación por medio de burlas, críticas y hasta de calumnias.

Juan Andrés Segura / Colaborador de Enraizados

EL DERECHO Y EL DEBER DEL CATÓLICO A PARTICIPAR EN EL DEBATE POLÍTICO: LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA

EL DERECHO Y EL DEBER DEL CATÓLICO A PARTICIPAR EN EL DEBATE POLÍTICO: LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA

       Las palabras que el papa ha pronunciado en su reciente visita a Bélgica sobre el aborto han causado un verdadero vendaval político y un conflicto diplomático entre la Santa Sede y el Gobierno belga.

El Papa Francisco defendió la vida y calificó el aborto como un crimen, también tuvo un recuerdo para el Rey Balduino, que abdicó temporalmente para no refrendar con su firma una ley que despenalizaba el aborto. Diputados de varios partidos políticos —no sólo de izquierdas— rechazaron las palabras del Santo Padre, calificándolas de obsoletas y provocadoras.

También en su visita a la Universidad Católica de Lovaina las palabras del papa, refiriéndose a la mujer —“la mujer es mujer”, dijo — y al aborto, causaron malestar, paradójicamente en una universidad católica, entre los estudiantes y los profesores, hasta el punto de que la universidad publicó un comunicado expresando su malestar por las palabras del papa, lamentando sus posiciones conservadoras.

Lo ocurrido en el corazón de Europa pone de manifiesto hasta qué punto han calado en la sociedad las políticas que desde hace décadas, se vienen practicando por los gobernantes, no sólo por los llamados “de izquierdas”, también por aquellos que hasta hace no mucho, parecía que defendían valores como la vida y la libertad. 

Es tan potente y eficaz la “ingeniería social” que vienen desarrollando estas élites que nos gobiernan, que han conseguido que verdades tan evidentes como que “la mujer es mujer” o “el aborto es un crimen” porque se acaba con la vida de un ser humano, no sólo sean cuestionadas, sino que sean consideradas como falsas, retrógradas y contrarias a la lógica

Hasta tal punto ha sido eficaz esta “ingeniería social”, que esta controversia también ha dado lugar, en el seno de la Iglesia, a fuertes enfrentamientos —recuérdese la posición de la mayoría de los obispos alemanes— con las consiguientes consecuencias para los católicos, que las observamos atónitos y desconcertados.

Ante esta situación, son varias las preguntas que cabe hacerse y que muchos católicos nos hacemos: ¿puede la Iglesia pronunciarse en estos asuntos?, ¿debe la Iglesia adaptarse a los nuevos tiempos y flexibilizar sus propuestas?, y finalmente, ¿tenemos derecho los católicos a expresar y defender nuestras ideas?

Las respuestas a estos interrogantes, los enemigos de la Iglesia y creo que muchos de los que se llaman católicos, las tienen muy claras: la Iglesia no debe inmiscuirse en los asuntos políticos y debe ocuparse exclusivamente en la salvación de las almas de sus fieles, la religión es algo que debe circunscribirse al ámbito privado de las personas.

También los católicos que queremos ser coherentes con nuestra fe, tenemos las respuestas a esos interrogantes claras:

La Iglesia como institución tiene, no sólo el derecho, sino el deber, de manifestarse en todo aquello que concierne al ser humano, sobre todo si menoscaba su dignidad. También tiene la obligación de manifestarse cuando estén en juego principios como la verdad o la justicia. Conviene recordar que cuando las sociedades se estructuran en torno a estos valores, son más democráticas y progresan más, como lo demuestra la historia.

Por otro lado, la Iglesia debe mantenerse fiel a la doctrina de Jesús, no debe caer en la tentación de “adaptarse al mundo”. La verdad es la verdad y es inamovible porque si no fuera así, dejaría de ser la verdad. La crisis profunda en la que está sumisa la sociedad en todo el mundo hunde sus raíces en el desprecio a la verdad.

Finalmente, la respuesta al tercer interrogante también es muy clara: los católicos tenemos los mismos derechos que cualquiera a expresar nuestras ideas y los mismos derechos a participar en política, haciéndolas valer. No sólo tenemos derecho, tenemos el deber y la responsabilidad de hacerlo.

Ahora bien, ese derecho y esa responsabilidad también nos conduce al deber de formarnos, máxime cuando los problemas a los que nos enfrentamos son tan profundos y complejos. No es posible ser coherentes con nuestra fe si no sabemos traducir esa fe y aplicarla, en las circunstancias que nos haya tocado vivir, a nuestro entorno: en nuestra familia, en el trabajo y en nuestras relaciones. Para ello, como digo, es absolutamente imprescindible que nos formemos.

El modo de formarnos para poder participar con solvencia en las distintas actividades de la sociedad es conocer y poner en práctica la Doctrina social de la Iglesia —el conjunto de enseñanzas que durante décadas los papas han venido ofreciendo ante los problemas de cada tiempo—. Ello nos permitirá tener criterios de juicio y pautas —conformes con nuestra fe— para la acción ante cada situación que nos toque confrontar.

La Doctrina social de la Iglesia pone en el centro de sus enseñanzas a la persona humana y su dignidad, esa es su columna vertebral en torno a la cual se articulan los principios y los valores que deben conformar las estructuras sociales para que el hombre se pueda desarrollar en su doble dimensión corporal y espiritual.

Los principios a los que hace referencia la doctrina son: el principio de bien común y la atención especial que merecen los más pobres, el principio de subsidiaridad y la consiguiente obligación de participar en la vida social y finalmente, el principio de la solidaridad, como un compromiso firme y responsable de comprometerse con el bien común.

Los valores que dan consistencia a estos principios son: la verdad, la libertad, la justicia, y de manera especial el amor como el valor esencial que da sentido a todo lo anterior y seña de identidad que debiera ser de todo católico.

A luz de estos principios y de estos valores, la Doctrina de la Iglesia nos ayuda a discernir y a tener capacidad de juicio en prácticamente todos los campos en los que nos movemos, ya sea en la familia, el trabajo, la economía, la política, etc. No nos propone soluciones concretas ni opciones políticas, pero nos orienta para que podamos actuar, de modo coherente, conforme a nuestra fe.

Desgraciadamente, la Doctrina social de la Iglesia es la “gran desconocida” para la gran mayoría de los católicos e, incluso, para muchos sacerdotes: un tesoro que permanece escondido, que debiéramos desenterrar.

Javier Espinosa Martínez  // Director del Curso de Doctrina Social de la Iglesia de la Fundación Enraizados

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